guiado por las apariencias

22/9/08

Experiencias.

Lía recién nacida.

La primera fue una chica de 20 años con la que hablé una noche en una discoteca. Yo tenía dos años menos que ella. Íbamos bastante drogados los dos, de éxtasis, estábamos emotivos y hablamos de un conocido común, Jerry. Comentamos que era un tipo especial, atractivo, que tenía carisma. La conversación no debió durar más de diez minutos, pero fue intensa, de una forma artificial como lo son tantas conversaciones nocturnas potenciadas por las pastillas. No recuerdo su nombre, creo que era guapa. El fin de semana siguiente se mató en un coche con otras tres personas yendo a una fiesta en el campo. Fue la primera persona que yo conocía que murió. Antes había muerto mi abuelo y algún amigo de mis padres, pero era yo muy pequeño y no entendí qué pasaba. Por otro lado, la muerte no puede entenderse, pero es la magnitud y la frustración de ese no entender lo que diferencia a un niño de alguien que añora la infancia.

Un par de años después, un amigo me ofreció acudir con él a una conferencia de un escritor chileno que había descubierto y que le gustaba mucho: Roberto Bolaño. Bolaño, por entonces, tenía ya el hígado deshecho y sabía que sus días estaban contados. En un lugar inverosímil, una especie de asociación cultural para viejos por Pío XII, un tipo con gafas, menudo y triste, habló de su visión del Mundo, extraña mezcla de emotividad y nihilismo, encontrándose a las puertas de la muerte. Le esperamos a la salida, iba rodeado de una camarilla de vetustos pelotilleros que le iban a agasajar con una buena cena, aun así nos dedicó unos minutos. Yo le hablé de religión, estaba colgado con el cristianismo por aquellos tiempos. Evidentemente, no le sedujeron mucho mis palabras, si aun estuviera vivo seguro que tendríamos una conversación más jugosa. Pero cuando nos despedimos me dedicó una mirada especial, una media sonrisa melancólica. Al principio no la entendí y luego, durante un tiempo, pensé que se debía a lo estúpidos que le habían parecido mis argumentos. Hoy sé que su mirada era simple añoranza de la energía de la juventud, energía que es todo en la vida, energía que yo tenía y, afortunadamente, aun tengo. Un año y pico después de nuestro encuentro Roberto Bolaño murió, tenía sólo cincuenta primaveras, sólo cincuenta inviernos. Hace poco me leí uno de sus libros: Los detectives salvajes; es una de mis novelas preferidas.

El primer y único cadáver humano que he visto de cerca fue el de mi otro abuelo (he visto otros en velatorios, maquillados detrás de cristales, o en accidentes, al pasar con el coche, pero eso no cuenta). Estaba gris y desgastado, frío como un filete recién sacado de la nevera y con exactamente la misma textura. Lo más extraño de la muerte es la vida: ver que eso, mi abuelo, sea un filete, y que nada se detenga o se distorsione por ello a un nivel fundamental. Miras por la ventana y la gente sigue viviendo, cada uno su vida.

El otro día mi madre me pasó el folleto que ha preparado en memoria de su amiga Blanca Sánchez. Blanca era un ser de novela, de película y de cuento. Y ya no está.


* * *


Y ya se va.


Desnuda como apareció en mis ilusiones,

con el cuerpo delgado, rosa pálido.

Camina entre las hierbas altas allá a lo lejos,

su culo blanco reflecta la luz del Verano.


Se fue ella, se fue la lluvia,

por fin adiós a la tormenta.

Se fue el amor, se fue el dolor, volvió la risa,

yo soy mayor y el sol aun sale por el Este.


Las promesas de los besos que no tuve

se desvanecen como ilusiones revoltosas.

Sólo quedó la intuición de una locura,

el recuerdo de unos sueños de pintura.


Y ya se va

Guardaré el perfume de su pelo.

Y ya no está

nunca haremos el amor en la pradera.

Y la olvidé

como se olvida el sufrimiento.

Y soy más fuerte

pero también mucho más viejo.


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