he soñado con una pirámide. como en el hotel
California, en la pirámide, se podía entrar pero no salir. una vez dentro, todo
el mundo deseaba subir al cénit, para hacerlo debían pasar una serie de pruebas
misteriosas, pesadillescas. todos querían subir porque en los niveles más bajos
de la pirámide se pasaba muy mal, había un ambiente mezcla de miseria moral y
amenaza de castigo físico. subir era complejo, prácticamente imposible, y cada
nivel ascendido era igual al anterior. la gente de mi alrededor no había salido
nunca de los niveles más bajos y no hacían más que añorar esas zonas cercanas a
la punta. todo me parecía absurdo, yo sabía que más arriba todos los niveles
eran iguales, que no merecía la pena subir. aquello que nos amenazaba desde
abajo, el diablo, el macho cabrío antropomorfo, era el mismo ser que regía la Torre.
el reto, entonces, no era seguir subiendo, si no enfrentarse a su mirada. yo lo
intentaba, en una imagen como una viñeta de cómic: los dos sentados frente a
frente, sentados en la postura del loto sobre plataformas circulares que
surgían de las aguas. su rostro era demasiado aterrador, pero en el duelo
llegaba a ver por un resquicio de mi pánico el misterio en toda su plenitud:
ese monstruo que tira de nosotros desde arriba, que nos empuja desde abajo, no
existe; precisamente es lo único que no existe, es algo así como la muerte, a
la que no nos podemos enfrentar desde nuestra existencia precisamente porque es
opuesta a ella. y esa nada con careta de cabra es lo que nos lleva a construir
la pirámide, con todos sus pisos, con todos sus recovecos; la fortaleza donde
nos protegemos y nos encerramos a nosotros mismos; y los unos a los otros.
El sueño me recuerda a esa historia que tanto me gusta
sobre la Academia de Atenas, cuando estando Platón de viaje, los disidentes de
las enseñanzas del maestro (entre los que se encontraba Aristóteles), empezaron
a debatir la autenticidad del mito cósmico del Timeo. Decían que el escrito de
Platón no era más que una superchería, que nada tenía que ver con la verdad física;
que era falso. Los partidarios del Maestro se defendían argumentando que la
explicación que el Timeo proponía era un mito, y como tal era cierto de una
manera metafórica. A su vuelta,
Platón resolvió el entuerto de la siguiente forma: ni unos ni otros estaban en
lo cierto: el Timeo era efectivamente un mito, pero no por ello dejaba de ser
verdadero de una manera absoluta, tan absoluta como cualquier cuestión
comprobada físicamente. Yo de esta historia saco la moraleja de que en realidad
todo conocimiento, toda estructura, por muy científica y contrastada que esté,
no es más que una construcción humana: toda idea está hecha de lenguaje, y el
lenguaje es humano. El lenguaje son las piedras con las que levantamos la
pirámide, y no sólo es cierto; es lo único que puede ser cierto, pero sólo mientras
nosotros le dotemos de veracidad con nuestra fe en él.
Este sueño que he tenido de la pirámide lo interpreto
yo como un rechazo a la gnosis. La gnosis es ese conocimiento mistérico y sagrado,
que algunos sistemas religiosos toman como principio fundamental. La gnosis es esa
revelación, que sólo es transmitida a los iniciados en una doctrina y gracias a
la cual uno consigue elevarse a una suerte de nivel espiritual superior. La
gnosis es una mentira nociva: no hay secreto en las palabras más allá de su
significado evidente y de su condición de herramienta de relación entre los
hombres. Sí hay misterio: fuera de nuestro pequeño círculo humano de palabras,
símbolos, afectos y percepciones sensoriales, todo lo es. Pero su condición
misteriosa, no puede ser profanada por ningún conocimiento secreto, por ningún
lenguaje. La creencia en lo arcano nos esclaviza. Por dura que sea la realidad
humana: perecedera, endeble, maleable; enfrentarnos a su verdadera naturaleza
es lo único que nos hace más fuertes y más libres. La verdad es evidente, somos
nosotros los que la hacemos compleja por el temor a enfrentarnos a sus muros de
piedra.
Vivimos en una época atragantada de gnosticismo. Los
científicos cuánticos nos aturden con sus demostraciones de imposibilidades que
pretenden revelar los más grandes misterios del cosmos. Millones de
conspiranoicos se intercambian revelaciones terribles sobre planes secretos que
los poderosos traman contra la masa (algo estúpido en una sociedad que se
define precisamente por la falta de vergüenza de los explotadores a la hora de esconder
sus intenciones). Pedantes posmodernos posestructuralistas nos aturden con
incomprensible palabrería (como la de este texto, por otro lado), asegurando que
para desentrañar los complejísimos misterios sociales y humanos que abordan, es
necesario estar iniciado en su jerga neo-académica. Críticos e historiadores
del arte desprecian la función decorativa más evidente de las obras, e insisten en que su verdadero valor reside en las interpretaciones iconográficas, históricas o sociológicas que ellos amablemente y
por un módico precio están dispuestos a mostrarnos a aquellas mentes simples
que no vemos más allá de lo “bonito”. Todos estos, y muchos otros, se empeñan
en ser los poseedores de un secreto, de una clave, que sólo compartirán con los
iniciados en su causa…
Tal vez los más peligrosos de los sacerdotes gnósticos
actuales sean aquellos que guardan los “misterios de los mercados”. Sólo ellos
conocen los secretos que rigen las fluctuaciones de la bolsa: son los augures
que con sus presagios dan legitimidad cósmica (o “científica”, que viene a ser
lo mismo) al orden social establecido.
Toda esta basura mistérica sólo nos hace más cobardes,
nos aturde y nos esclaviza. No hay que entrar en el juego de querer subir
niveles de la pirámide, la sabiduría es algo extrañamente orgánico que no
entiende de jerarquías ni de academias. El mundo es mucho menos misterioso de
lo que insistimos en creer, y no debemos olvidar evidencias como el hecho de
que si hay suficiente riqueza para asegurar una vida digna para todos, no hay
misterio arcano que justifique el hecho de que tantos estén condenados a la
miseria. No se puede vivir sin cierta fe en las palabras y en las estructuras
que arman la sociedad y que nos permiten relacionarnos y vivir, pero esas mismas
estructuras son maleables, podemos cambiarlas con esfuerzo y trabajo. Es mucho
más fácil pensar que existe un secreto que da sentido a toda esta incoherencia,
pero no es así, toda esta incoherencia en la que vivimos, nuestro mundo, es tan
estúpido y mezquino como parece, y en nosotros recae el trabajo de enderezar
nuestras vidas y nuestro entorno, para que sean un poco más claros y justos.
Mi sueño de la pirámide no esconde una analogía arcana
sobre el camino ascensional al que el conocimiento nos dirige. Más bien manifiesta
mi pánico a reconocer que los muros de la prisión son una ilusión, que este
orden social que se desmorona a mi alrededor es sólo una convención que debemos
cambiar, pero dentro de la cual estamos aun demasiado encerrados para
atrevernos a revelarnos contra sus falsos misterios. Mi sueño me está
recordando el pánico que me produce la libertad a la que estoy condenado. Libertad
que deberíamos ejercer, primero de todo, para matar al dinero, ese mito
mistérico que ha crecido como un cáncer, y que hoy tenemos la obligación de
desterrar, igual que Nietzsche en su momento mató a Dios señalando la terrible
verdad de su no existencia.
La serie (muy gnóstica) Expediente X rezaba el
sugerente lema: “la verdad está ahí fuera”. La verdad no sólo está ahí fuera,
está delante de nuestras propias narices, esperando a que nosotros nos atrevamos a
enfrentarla. Pero Nietzsche acabó loco, y a mi generación nos aterra la mirada
del chivo.
Feliz primero de Mayo; brindo por el ansia de derribar todos
esos misterios que pretenden justificar lo absurdo, lo estúpido y lo injusto.
1 comentario:
Como a cada instante, es tiempo de revolución, no ya de revelación.
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