guiado por las apariencias

13/10/11

La vista de Villa Medici.

Lacan dice en algún sitio que no vemos realmente en tres dimensiones, es el tacto, el abrazo, lo que nos permite percibir realmente la tridimensionalidad. Por supuesto que nuestra vista tiene cierta habilidad para interpretar la profundidad y las distancias, pero es una habilidad limitada y torpe, fácilmente engañable, como así lo demuestran los juguetes ópticos, el cine o la pintura ilusionística, entre otras cosas.

El espacio se nos escapa, como el tiempo. Andamos demasiado obsesionados con el tiempo, yo el primero, y nos olvidamos de ese gran enigma que es también el espacio. La tentación de explotar el recurso de la perspectiva en la pintura es demasiado fuerte: qué maravilla poder recrear el espacio donde no lo hay. Es más, en las pinturas a menudo el espacio está mucho más definido que en nuestra percepción habitual de objetos tridimensionales. S. XV italiano: culto al espacio bien delimitado, asimilable por el ojo hasta límites irreales, perturbadores incluso; la Ciudad Ideal de Urbino tan perfecta como inhabitada: invivible.




En el Norte de Europa, mientras tanto, también aprendían a dominar la recreación de espacios delimitados, pero, además, se atrevieron con otra dimensión de la espacialidad: la inmensidad. La aparición del género del paisaje está asociada a un descubrimiento técnico que ayuda a recrear la sensación de profundidad sin necesidad de elementos físicos que organicen la perspectiva: ya en el Bosco encontramos este recurso, que poco después perfeccionaría Patinir, consistente en aplicar tres tonalidades que primen en diferentes franjas del cuadro.[1]

El placer de admirar la inmensidad es uno de los primeros y principales encantos del paisaje, tanto en el arte como en su contemplación “al natural”. Un placer muy asociado a la modernidad, presente en uno de los textos inaugurales de este tiempo como es la Subida al Mount Vendoux, de Petrarca. En él, el poeta nos cuenta como, recién llegado a la cima, mientras observa el magnífico espectáculo que se ofrece a sus ojos, decide leer un pasaje al azar de las Confesiones de San Agustín y se maravilla al dar precisamente con éste:

Y fueron los hombres a admirar las cumbres de las montañas y el flujo enorme de los mares y los anchos cauces de los ríos y la inmensidad del océano y la órbita de las estrellas y olvidaron mirarse a sí mismos

Eso de olvidarse de mirarse a uno mismo creo que es el requisito por antonomasia de cualquier sentir estético y, como bien explica Petrarca, la amplitud de los paisajes resulta particularmente propicia para despertar este sentimiento.


[1] Normalmente se utiliza el verde oscuro para el primer plano, el verde claro para un segundo nivel que abarcaría la mayor parte del paisaje, y finalmente el azul, que corresponde a la tierra más cercana al horizonte y al cielo. Según avance la técnica estas tres franjas pasarán a ser una gradación más suave que consigue una mejor perspectiva aérea.




Durante los siglos XV, XVI y XVII es difícil encontrar un paisaje que no explote este recurso de la inmensidad. Ruisdael en el Norte y de Lorena o Jan Both en el Sur, lo llevan hasta sus más altas cotas técnicas y estéticas. Pero es difícil encontrar ejemplos que rompan la norma. Hace poco descubrí a Goffredo Wals, una excepción sorprendente, y siempre he estado obsesionado por ese paisaje “pre-contemporáneo” de Altdorfer, del primer cuarto del XVI, en el que la perspectiva no se abre apenas a la inmensidad a causa del sorprendente punto de vista contrapicado.[1]



[1] En un principio iba a calificar este cuadro de “pre-romántico” o “pre-pintoresco”, pero es que la extraña composición de Altdorfer va realmente más allá. En el siglo XVII encontramos paisajes con puntos de vista similares, pero con contrapicados menos acusados que no eluden tanto la espacialidad y que se dirigen a motivos mucho más espectaculares que los de esta obra, como saltos de agua en días de tormenta o viejos molinos de agua con grandes ruedas. El puente roto que no va a ningún sitio y el edificio mediocre del cuadro de Altdorfer, dan una impresión total de “parte de atrás”, de resto, como esa idea de “no espacio” que tantas obras contemporánea inspira. Ese aspecto tan poco llamativo le da un aire casual que me resulta muy enigmático y que lo emparienta con el cuadro de Velázquez que trato a continuación. Hay que tener en cuenta, además, que se trata de uno de los primeros paisajes sin figuras humanas de la pintura occidental.


Paseando por la exposición que el Prado dedica al paisaje clasicista de artistas afincados en Roma, contemplaba una inmensidad tras otra, cuando me topé de bruces con la vista de Villa Medici de Velázquez que se conoce como Fachada del Grotto-Loggia. El Prado no es un museo que resalte por sus paisajes (aunque tenga algunos estupendos), ver de nuevo el cuadro (una de mis pinturas preferidas) rodeado de otros del mismo género, me hizo darme cuenta de una de las razones que lo hacen extraordinario: no hay amplitud espacial. La perspectiva es entorpecida por una fachada en ruinas y un tupido grupo de cipreses que tapan por completo el cielo. El propio motivo arquitectónico que se representa, la serliana, es un elemento plano, pensado para un único punto de vista, el frontal. Velázquez pinta un paisaje “antiespacial”. ¿Por qué? Es difícil de saber, pero me permito imaginarlo un poco…

La vista de Villa Medici es, ante todo, una vista, un recuerdo. El tema de reproducir a través de un cuadro la mirada de un sujeto es fundamental en Velázquez; inmortalizar su mirada (en estas vistas) o la mirada de otro (de Felipe IV en Las Meninas). Si el paisaje había tenido otro encanto a parte del de plasmar la inmensidad, ese era el de plasmar la mirada personal, la anécdota. En los cuadros de Patinir y del Bosco, que aun no se atreven a independizarse del tema religioso principal, ya se aprovecha esa amplitud espacial lograda para meter pequeños personajes, muchos de ellos anónimos, ajenos a la historia religiosa o histórica que da tema al cuadro, pero reales, verdaderamente vistos por el autor. No hay más que pensar en Brueghel y sus cazadores en la nieve para entender hasta que punto están relacionados paisaje y anécdota, inmensidad y costumbrismo.

Pero en la vista de Velázquez no hay inmensidad, sólo una superficie tupida que se abre con elegancia entre los cipreses en la esquina superior izquierda como para recordarnos que no es común que aquello esté tan “cerrado”. Es como si Velázquez respondiese a San Agustín y a Petrarca: “los hombres fueron a contemplar las cumbres de las montañas y la órbita de las estrellas y se olvidaron de sí mismos, sí, pero después volvieron los ojos a lo más sencillo, a una mañana de verano en un ansiado viaje a Italia que le llega a uno joven, aunque no tan joven ya, a un paseo y a la vista por casualidad de unos personajes que hablan entre ellos en un idioma diferente pero comprensible, los de abajo andan midiendo el muro con una vara, el de arriba les grita algo, y allí, frente a esa puerta ruinosa, Velázquez también se olvida de sí mismo y los hombres se olvidan de sí, al ver su cuadro”. Un cuadro muy coherente para un pintor de cuadros de bodega. Tal vez más un bodegón que un paisaje, aunque, sobre todo, una vista, un instante, una mirada pasajera.




Podemos perdernos en los más inmensos paisajes o en una caja de cerillas, pero necesitamos perdernos de vez en cuando. Felipe IV estaba tristísimo cuando se pintaron las Meninas, pero seguro que mirándolas daba un breve descanso a su melancolía. Y eso que las Meninas es una representación de él mismo, de su propia mirada. Pero algo tienes el arte y la virtualidad, algo tiene la belleza, que, en su trance, nuestra mirada ya no es nuestra mirada, si no un puro mirar irreflexivo que nos libera. Aunque su fascinación pueda ser peligrosa el arte sirve para algo, el arte estético. Si despojamos al arte de su función primordial corremos el riesgo de que esa misma función la cumpla la publicidad, que es una forma degradada de lo mismo.

Frente a las obras: miro, escucho y leo, con la esperanza de redescubrir no lo que percibo, sino el hecho de percibir. Redescubrirlo de una forma que esconde sosiego y angustia, perdición y sabiduría. No nos damos cuenta pero hoy, nos hace falta más eso.




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